domingo, 22 de marzo de 2009

¿Tiene sentido el sufrimiento?

Quizá como ninguna realidad humana, el sufrimiento ha sido descrito, estudiado, meditado y expresado en sus múltiples manifestaciones a lo largo de toda la historia. Y, sin embargo, hay que dejar bien claro desde el principio que no se llega a conocer de verdad lo que es el sufrimiento más que por la vía de la experiencia al vivo, bien mediante la vivencia del sufrimiento en uno mismo, bien mediante la presencia asidua junto a los sufrientes de sus cuidadores –familiares, profesionales sanitarios, agentes pastorales o voluntarios- y permitiendo estos que aquellos les transfieran una parte de sus padecimientos.

No es difícil encontrarse con personas que sufren y preguntan ¿por qué me ha tocado esto a mí?, ¿cuál es el motivo de mi sufrimiento? Los interrogantes son expuestos con toda crudeza a los agentes de pastoral de la salud. Ante ellos no se pueden dar respuestas falseadas ni salir por la tangente obviando el problema. Hemos de ser lo suficientemente serios para no tomar a broma el sufrimiento o frivolizarlo[1]. Hemos de ser conscientes que el ser humano no sufre únicamente a causa del dolor físico, sino además, porque siente amenazada la posibilidad de realizar su propia felicidad, la felicidad que le lleva a la plenitud, la felicidad con que Dios Padre lo sueña. Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, y quiere que sea feliz y que viva en plenitud[2].

“El máximo enigma de la vida es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano[3].

Ante la pregunta de si tiene algún sentido humano el sufrimiento, podemos responder tal y como lo plantea M. A. Monge[4]:
  1. El dolor tiene sentido en un ser que está en desarrollo; dicen los psicólogos y pedagogos que no se puede educar sin sufrimiento: no se puede dar a los niños todo lo que piden (hay que dejarles llorar en la cuna, no satisfacer todas sus apetencias, etc.). Un sufrimiento acompañado es bueno para el desarrollo del “yo”.
  2. También tiene sentido para los adultos, cuando éstos quieren ser colaboradores de su existencia, y así:
  • El sufrimiento realza la existencia humana, despierta lo verdaderamente espiritual en el hombre.
  • El sufrimiento deja al hombre a solas consigo mismo y ayuda a pararse, a reposar y a repasar, a despegarse de las cosas; «el dolor desnuda la esencia de las cosas» «el silencio acompañado del sufrimiento madura a la persona».
  • El sufrimiento –que acaba remitiendo al sentido de la propia existencia- debería ser siempre personalizador y personalizante. El filósofo M. Heidegger dice que el hombre es un ser inacabado y con el sufrimiento se puede lograr ese acabamiento, la plenitud.
  • El sufrimiento sirve para descubrir al hombre su propia condición, su insuficiencia radical.
  • Pone a prueba a la persona, la ayuda a superarse.
  • Puede fortalecer, ayudar a asentarse a la persona, y en ese sentido es una ayuda en la adquisición de las virtudes.
  • El sufrimiento une a los hombres: quien ha sufrido comprende mucho mejor a los demás.
No se puede decir que el dolor no tenga sentido: “El sufrimiento siempre es malo. Pero es una experiencia mala en la que se puede vivir algo positivo. El sufrimiento se me ofrece como posibilidad. Soy yo quien ha de decidir qué voy a ser, qué voy a vivir en el interior de esa experiencia dolorosa. Un sufrimiento que no es vivido interiormente queda en un hecho bruto, que no contribuirá a construir mi vida y que puede, por el contrario, destruirla”[5].

Es interesante la explicación que sobre el tema nos ofrece Anselm Grün: Cuando me sobreviene algún sufrimiento –enfermedades, contratiempos, golpes del destino, períodos de aridez interior, vacío, depresión…-, puedo interpretarlos como una forma de sentirme excluido de la vida. Pero también puedo tener presente que precisamente en esas circunstancias está cerca de mí, de una manera muy especial, el propio Cristo, que en la cruz padeció ya mi sufrimiento. Entonces no estoy solo con dicho sufrimiento. Y entreveo que, si lo acepto con los sentimientos de Jesús, también eso puede resultar fecundo para los demás. En lugar de acusar a Dios, asumo el sufrimiento, en solidaridad con quienes sufren en este mundo. Tengo en mi interior esta firme confianza: si padezco mi sufrimiento hasta el final con los sentimientos de Jesús, este mundo será más luminoso y más sano en este preciso lugar, y mi cruz se convertirá en signo de esperanza para los demás[6].

La teología de la esperanza no nos quita la perplejidad, aunque facilite las tareas de asumir y respetar. La fe no quita incertidumbres, aunque aporta luz y fuerza. Pero no lo hace proporcionando un saber que satisfaga la curiosidad sobre el más allá, sino dándonos la garantía de sabernos absoluta e incondicionalmente queridos, que infunde esperanza[7].

Hemos observado en este apartado, que existen diferentes modos de afrontar el sufrimiento, y cómo estos inspiran diferentes actitudes en cada persona, tanto en quien sufre como en quien acompaña al prójimo en su sufrimiento.

Recordemos que no somos libres para elegir cuándo se presenta la enfermedad, el dolor o la muerte. V. Frankl que sobrevivió a la experiencia de los campos de concentración señala que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas, nuestra libertad de adoptar una posición para, por lo menos, escoger una actitud ante el sufrimiento[8]. Algo que entendió muy bien y plasmó en estos versos J. L. Martín Descalzo[9]:

“Nunca podrás, dolor, acorralarme.
Podrás alzar mis ojos hasta el llanto,
secar mi lengua, amordazar mi canto,
sajar mi corazón y desguazarme.

Podrás entre tus rejas encerrarme,
destruir los castillos que levanto,
ungir todas mis horas con tu espanto.
Pero nunca podrás acorralarme.

Puedo amar en el potro de tortura.
Puedo reír cosido por tus lanzas.
Puedo ver en la oscura noche oscura.

Llego, dolor, adonde tú no alcanzas.
Yo decido mi sangre y su espesura.
Yo soy el dueño de mis esperanzas”.


[1] Francisco J. ALARCOS, Bioética y pastoral de la salud (San Pablo, Madrid 2002)
[2] Calisto VENDRAME, Los enfermos en la Biblia (San Pablo, Madrid 2002)
[3] JUAN PABLO II, Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual (BAC, Madrid 2004)
[4] Miguel Ángel MONGE, Sin miedo. Cómo afrontar la enfermedad y el final de la vida (ediciones Universidad de Navarra, EUNSA, Pamplona 2006)
[5] Carta pastoral de los obispos de Pamplona-Tudela, Bilbao, Vitoria y San Sebastián, Al servicio de una vida más humana (Cuaresma 1992)
[6] Anselm GRÜN, Vuestra alegría será perfecta. El mensaje de Pablo a los cristianos de Filipos (Sal Terrae, Santander 2006)
[7] Juan MASIÁ CLAVEL, Tertulias de Bioética. Manejar la vida, cuidar a las personas. (Trotta, Madrid 2006)
[8] Víctor E. FRANKL, El hombre en busca de sentido (Herder, Barcelona 1991)
[9] J. L. MARTÍN DESCALZO, Testamento del pájaro solitario (Verbo Divino, Estella 1991)


Norka C. Risso Espinoza

El sufrimiento en el hombre


El sufrimiento entra en el hombre en distintos momentos de nuestra vida, se realiza de diferentes maneras; asume dimensiones diversas; sin embargo, el sufrimiento es inseparable de la existencia terrena del hombre; por ello la Iglesia, que nace del misterio de la redención en la cruz de Cristo, está obligada a buscar el encuentro con el hombre, de modo particular en el camino del sufrimiento. De aquí se deriva que el sufrimiento humano suscita compasión, respeto y, a su manera atemoriza, llegando a tocar en el hombre la más profunda necesidad del corazón y también el profundo imperativo de la fe.

El hombre sufre de diversos modos, no siempre considerados por la medicina, ni siquiera en sus más avanzadas ramificaciones, ya que el sufrimiento es algo todavía más amplio que la enfermedad, más complejo y, a la vez, aún más enraizado en la humanidad misma. Cuando distinguimos entre el sufrimiento físico y moral, la misma tiene como fundamento la doble dimensión del ser humano: corporal y espiritual.

Aunque las palabras sufrimiento y dolor se pueden usar, hasta cierto punto como sinónimos, antes de seguir adelante, vamos a intentar aclarar estos términos, que serán constantemente utilizados, pues con las palabras sufrimiento y dolor intentamos expresar una gran variedad de sensaciones y fenómenos subjetivos, pero casi siempre lo hacemos intercambiando y mezclando significados diversos al usar una u otra palabra, como si se tratara de realidades idénticas en todos los casos.

Para entendernos, llamaremos dolor al padecimiento corporal y sufrimiento al padecimiento anímico, aunque sin olvidar que uno y otro repercuten entre sí, componiendo el padecimiento humano total[1].

Para la teología, el sufrimiento consiste en un sentimiento de pérdida, daño o carencia, sea físico o espiritual[2].

El dolor es una experiencia corporal y mental, que es subjetiva; a diferencia del sufrimiento se siente como una experiencia extraña a uno mismo, adventicia e inasimilable, que a veces debemos soportar. El sufrimiento es un sentimiento que puede resultar provechoso y bueno. Lleva una connotación de contención y elaboración del dolor. Lo que la persona sufriente explica ha pasado por su cedazo intelectual, cultural, afectivo e imaginativo, y llega al que lo acompaña más o menos próximo a la realidad experimentada.

[1] J. CONDE HERRANZ, Introducción a la pastoral de la salud. (San Pablo, Madrid 2004)
[2] J. M. Mc DERMOTT, Sufrimiento en “Diccionario De Teología Fundamenta”l (San Pablo, Madrid 1992)

Norka C. Risso Espinoza

viernes, 6 de marzo de 2009

La escucha que nos convierte

Estamos en tiempo de cuaresma, tiempo de conversión, lo primero que nos podemos plantear es: ¿de que tenemos que convertirnos? En la sociedad en la que vivimos, en la que muchas veces impera el relativismo, probablemente hay poco para convertir; sin embargo, me animo a poner una frase que probablemente nos pueda invitar a la conversión: «Este es mi Hijo amado. Escuchadlo»

¿Cómo escuchamos? ¿Podemos convertir nuestra escucha? Aunque parezca ilógico, para escuchar sólo se necesita el corazón bien dispuesto, estar abiertos no sólo al que nos rodea, ante el que nos paramos, al que atendemos,… sino también estar abiertos a aquellos documentos eclesiales que tanto nos pueden aportar a nuestra formación, y por tanto, también a nuestra forma de movernos, de compartir con los demás, de ser y de estar en el mundo; me estoy refiriendo a documentos como Sacrosanctum Concilium, Ecclesia de Eucharistia,… documentos, entre otros, con los que nos podemos formar; documentos que nos invitan a abrirnos al misterio, a profundizar en el aspecto trinitario, a ir bajando los escalones hasta lo más recóndito de nuestros corazones para encontrarnos con Cristo vivo y presente en cada celebración.

Sí, creo que es desde allí desde donde puede empezar nuestra escucha, desde el aprender a saborear cada gesto, cada signo, cada símbolo, de nuestras celebraciones litúrgicas, el aprender a disfrutar del banquete de las dos mesas; no necesitamos añadidos superficiales, únicamente nuestra disposición, escuchar a Cristo en la Eucaristía, en el Sagrario, en la Exposición Sacramental, en la Palabra, en la Oración de los Fieles, en Laudes, Vísperas, Completas,… y otras tantas celebraciones.

Es desde esa escucha, en la que el Espíritu del Señor nos invita a movernos y poder dar lo mejor de nosotros a nuestros hermanos, ya sea en nuestras familias, en nuestra comunidad, en nuestro trabajo… y al igual que ‘sólo es capaz de amar aquel que se ha sentido amado’, sólo seremos capaces de transmitir aquello que vivimos cuando lo conocemos y experimentamos, sólo podemos ser contemplativos en la acción cuando hayamos sido capaces de interiorizar aquello que el Hijo amado nos dice; por tanto, escuchémoslo y desde allí nos sintamos llamados a convertir nuestro corazón en un corazón abierto a lo trascendental y abierto a lo profundo y mágico de estos documentos eclesiales.


Norka C. Risso Espinoza